Cierto abogado de la urbe fue invitado a los festejos de una boda que se realizaba en su pueblo natal.
Se puso en camino y el letrado encontró, al borde de la carretera, una cesta llena de peras.
Como era de mañana, le sobraba apetito para comer; pero, lo cercano del banquete, lo indujo a no abusar de su deseo y, dando un puntapié al cesto, lo arrojó al lodo.
Prosiguiendo la marcha, se encontró frente a un riachuelo que tenía que vadear; pero, tan crecido venía a causa de las lluvias, que tuvo que volverse a casa sin asistir al banquete.
A su retorno, el hambre lo apuró y, al pasar delante de las peras revueltas en el fango, no tuvo más que levantarlas, limpiarlas y comerlas.
Moraleja:
A buen hambre, no hay pan duro.
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