Un muchacho cabrero que reunía su rebaño para llevarlo al aprisco, advirtió que una cabra se entretenía comiendo la hierba tierna en el prado.
Impaciente el pastorcillo, por regresar a tiempo, cogió una piedra y la arrojó a los cuernos del animal, uno de los cuales quedó partido en el acto.
Asustado el cabrero por tan funesta acción y temiendo ser castigado en casa, se puso de rodillas delante de la cabra y le rogó de esta manera:
—Te suplico perdones mi ligereza —y casi llorando, añadió:
—no dirás nada, al patrón, de lo ocurrido.
—Descuida —dijo la cabra indulgente—, yo nada diré al amo. Pero ¿crees que guardará la misma reserva el cuerno malogrado?.
Moraleja:
Tu secreto, solo a uno; y, mejor, a ninguno.
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