Un leñador, talando árboles del bosque, no daba descanso a sus brazos. De su empeño no escapaban abetos ni encinas, hasta que se rompió el mango de su hacha.
—¡Oh, Dios, por fin habrá paz y tranquilidad en mi mundo!
—exclamó el bosque.
Transcurridos los días, el leñador, humildemente, rogó al bosque:
—Déjame tomar una rama de este abeto para mango de mi hacha, y te prometo irme a otro bosque.
La arboleda, conmovida por el ruego, accedió al pedido, pero tan pronto el leñador tuvo lista su hacha, comenzó a destrozar a sus bienhechores.
—¿Es así como agradeces el bien que te hice? —dijo adolorido el bosque—. Has cambiado el favor en instrumento de exterminio.
Moraleja:
El hombre ingrato, hace mal al rato.
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